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Soy profesor universitario. Trabajo por el desarrollo de Cabañas, un departamento de El Salvador, muy bello, pero también donde hay mucha pobreza, especialmente en lo educativo y cultural. Soy planificador educativo y trabajé por muchos años como director y coordinador de proyectos sociales. Me considero una persona con una visión amplia que trata de valorar lo positivo de cada quien.

viernes, 7 de junio de 2013

UNA PÁGINA SOBRE SAN MARCOS (Sensuntepeque, El Salvador)



VISTAS DEL CANTÓN SAN MARCOS

El Cerro de la Cruz 


Río Gualquiquira 



Vista del cantón en la hondonada y al fondo montañas de Honduras



La cruz en la cima del cerro


La capilla vista desde el Cerro de la Cruz
 

La capilla vista desde el costado oriente



Fachada de la capilla de San Marcos


Cause del Río Lempa visto desde el Cerro de la Cruz


Cerros de Victoria y del Cantón Paratao 

 
El Río Gualquiquira en el Cajón







MUJERES Y HOMBRES SENCILLOS PERO DESTACADOS EN SAN MARCOS


Para los años cincuenta de mil novecientos, aquel cantón de Sensuntepeque era un sitio aislado por la falta de carreteras con los demás cantones y la Cabecera Departamental.
Se puede decir que era de los últimos reductos del Departamento de Cabañas, pues  mediante el Rio Lempa limitaba con Honduras. Sin embargo, como no hay mal que por bien no venga, aquellas condiciones geográficas contribuyeron a que la  gente se las arreglara por sus propios medios para salir adelante, en muchos aspectos básicos de la vida cotidiana.

Doña Petronila, Doña Micaela,
Doña Socorro Ramos, Doña Teresa de Alfaro
y Doña Herminia Arteaga.
Estas señoras cada una en su tiempo, fueron las responsables de atender los partos que se presentaban,  como matronas o comadronas; pues era muy difícil que  las mujeres en el momento de dar a luz pudieran ser atendidas en la ciudad.
Las comadronas vivían en diversos puntos del Cantón y generalmente eran llamadas de emergencia, a veces entrada la noche o la madrugada.
Yo conocí nomás a las dos últimas,  y pude oír comentarios muy positivos sobre su delicado trabajo y su sabiduría para atender a las mujeres y a los recién nacidos; y nunca supe al menos en mi tiempo, de un infante muerto por una atención inadecuada.
Aquellas señoras se trasladaban a vivir a casa de la parturienta, en los primeros días después de dar a luz;  y a partir de aquel momento, eran las responsables del cuidado de la madre y del infante. Al menos eso sucedía en el caso de nuestra familia.
Mucho después supe, que aquellas mujeres, al menos en mis tiempos, tenían contacto con el personal médico del Hospital; pero sus conocimientos  fueron adquiridos mayormente en la práctica con sus antecesoras en aquel oficio.

Doña Agripina Zavala y Doña Florentina Ruíz.
Estas fueron costureras reconocidas en la comunidad y responsables de hacer las vestimentas de adultos y menores.
La más distinguida era Doña Agripina,  puesto que no sólo hacía ropa de mujeres, sino también pantalones para hombres.
Estas mujeres tenían mucho trabajo,  especialmente en festividades como el once de febrero en que se celebraba la fiesta de Providencia en el Cantón Nombre de Dios; en las navidades, las Flores de mayo y la Feria de Sensuntepeque, en el mes de diciembre.
Recuerdo haberles visto máquinas de coser bastante rudimentarias de la reconocida marca “Singer”, lo que requería mayor esfuerzo y dedicación.
Doña Agripina, también contribuía mucho al ornato de la Capilla, especialmente cuando ocurría la visita de un sacerdote y la respectiva celebración de la misa.

Don Dionisio Sánchez (Don Nicho).
Era un hombre moreno y muy tranquilo de unos sesenta años.  Vivía en el Caserío del Centro, a un kilómetro al poniente de la Capilla. Lo conocí propiamente, en la molienda que emprendía mi padre y mis hermanos mayores en los meses de noviembre, diciembre y enero muy cerca de las riveras del Río Lempa.
Don Nicho, era el responsable del cocimiento de cada “perolada” de aquel jugo de caña; de controlar el fuego y de darle el punto final a la miel hasta que se vertía en los moldes para obtener el famoso dulce de panela.
Además de ser un eficiente hornero, Don Nicho, era un excelente narrador de cuentos e historietas. A él le escuché  las mejores pasadas,  a las que me he referido en otro escrito con el título de: Las Pasadas de Don Nicho Sánchez. La hora propicia para aquellas narrativas, era especialmente por las noches, transcurrida la cena, cuando el ambiente a las orillas del Lempa se prestaba para que los mayores se divirtieran un poco y los niños sintiéramos mucho miedo.

Don Juan Martínez (conocido como Juan Pineda)
Tendría unos cuarenta años y era originario de Paratao, cantón del vecino Municipio de Victoria. Se radicó en San Marcos al casarse con Benancia Ruíz, hija de Don Antonio Ruíz  y estableció allí su domicilio definitivo.
Don Juan que era conocido más como Juan Pineda, era un hombre muy humilde y de pocas palabras; tal vez porque no había tenido oportunidad de ir a una escuela o recibir alguna clase de un maestro empírico.
Don Juan vivía a una cuadra de nuestra casa, en un terreno semi quebrado pero bastante grande, con espacio suficiente para los cultivos y para tener unas cuantas vacas que eran parte del sostén de la familia.
Juan Pineda era conocido por todos, como el gran amansador de mulas y caballos.
Tuve la oportunidad de verlo montar aquellas bestias chúcaras y convertirlas después del entrenamiento respectivo, en mansos animales de monta y de carga.
Lo vi, colocarles la montura por primera vez, a pesar de los recios corcoveos y montarlas varias veces, haciendo acrobacias,  pero sin caer al suelo.
También lo vi amaestrando caballos y potrancas para sacarles el andar y para hacerlas castizas, es decir, que caminaran y corrieran dando pasos suaves y muy armónicos.
La impresión que daba Don Juan, era la de un hombre fuerte y valiente.

Don Lucas Pineda
Era  hermano de Juan Martínez, de piel morena y un tanto pequeño de estatura.
Vivía en el Caserío de Guaquincora, a unos cuatro kilómetros de la capilla y muy cerca del Frijolillo y del Río Lempa.
Don Lucas también no sabía leer y escribir, pero tenía una habilidad innata para comunicarse con la gente y realizar su trabajo.
Era el matarife de ganado vacuno, de cerdos y de cualquier otro animal silvestre.
Muchas veces, contratado por mi padre, lo vi preparando los utensilios y al animal que destazaría.
Si se trataba de un novillo o de una vaca, para darle la cuchillada certera y realizar el delicado trabajo de cortar la carne y los huesos, separarlos y clasificarlos adecuadamente.
Lo mismo hacía con los cerdos, que una vez colgados, desangrados y libres de pelambre, eran minuciosamente destazados.

Don Domingo Hernández
Vivía en el Caserío del Reventón y  era un hombre de unos cuarenta años.
Era reconocido como el enfermero de la comunidad. No sé si había sido entrenado por parte del Ministerio de Salud, pero era la persona a que se llamaba cuando un paciente necesitaba atención inmediata o la puesta de alguna inyección, de allí que se le conociera más como Memogín.
Aquel señor alto y bien parecido, era muy respetuoso y  comedido e inspiraba mucha confianza.










NUESTRAS “NOVIAS” Y “NOVIOS” EN LA NIÑEZ



Debo decir que provengo de una familia campesina de San Marcos, Sensuntepeque, Cabañas, tan numerosa como un pequeño batallón.

De entre tantos hermanos y hermanas, los había  de todo tipo en lo físico: unos más morenos, otros más blancos, unos más altos, otros más bajos, etc. Y en lo social, unos más extrovertidos y otros más callados, unos más recatados y otros más fregones como decimos en salvadoreño, a los que se pasan molestando a los demás.

De entre los hermanos, uno sobresalía por sus continuas ocurrencias, pero también por poner apodos a los demás y ponerle salsa picante a las deficiencias o debilidades ajenas.

Debo de aceptar que yo era un niño bastante tímido, tal vez por el hecho de que me uní al grupo de hermanos sólo hasta las vacaciones de fin de año, a partir de los ocho años; puesto que mis primeros años los pasé con mi tía Fide en casa de los abuelos, al haberme adoptado ella como su hijo cuando yo tenía nueve meses de edad.

De aquella época recuerdo muy bien, cómo me ridiculizaban al menos dos o tres de mis hermanos,  cuando yo tenía unos cinco o seis años y pedía al mediodía desde el cerco de piedra que dividía ambas casas, que me acercaran las tortillas hechas en casa de mis padres reales. En el fondo, creo que mis hermanos no dejaban de envidiarme, porque siendo el más pequeño en casa del abuelo, recibía todo tipo de mimos y por supuesto comía y vestía mejor que ellos.

Una de las formas que ahora me parece bastante divertida, pero que en la etapa de pre adolescencia me resultaba chocante, era el hecho de que a todos los hermanos y hermanas, mientras no se habían casado,  les arrimaban uno o varios novios o una o varias novias.

En el caso de los hermanos y hermanas mayores, tal noviazgo era porque había existido algún acercamiento con otra persona y hasta declaraciones formales de matrimonio. Por tal razón, no menciono acá los nombres de los novios y novias, cuyos nombres recuerdo perfectamente.

Sólo mencionaré los novios y novias que eran objeto de la invención de los mayores, para molestarnos a los hermanos menores.

Así a mi hermano Manuel, le mentaban a La “Cudinda” que se llamaba Gumercinda Reyes ; y en mi caso, me designaron a la niña más morena de la comunidad, que aunque se llamaba Sofía Díaz le llamaban La Chofi. A Emelina, le mencionaban entre otros, a Francisco Rodríguez, un muchachito muy guapo que vivía bastante cerca  de la casa;  y a José María, le mentaban a Rosa Elvira de la capillona, una prima que vivía en una casa grande, bastante cerca de la nuestra; a Medardo, le mencionaban a La Chita, cuyo nombre era Rosa, que  tenía la minusvalía de no poder hablar y que apenas podía pronunciar  palabras como Tito mío, para referirse a él;  Lapa Lapa, para referirse a Alba Emelina; Chupluco, Chupluco para hacer mención a Manuel; y Chep para decir mi nombre, José.

Para los niños, encontrarnos de cerca con las novias inventadas por los mayores, era algo terrible,  que tratábamos de evitar a toda costa. Así sucedía cada cierto tiempo cuando con mi hermano Manuel, nos tocaba llegar al hogar de La Chofi y de La Cudinda, a fuerza de rabietas y lloriqueos.

Hasta aquellas casas que quedaban como a un kilómetro de distancia, se nos obligaba a llevar las  imágenes  de la Virgen  y del Corazón de Jesús, en lo que denominaban el “día feliz”. Aquella era una costumbre según la cual, las imágenes pasaban de un hogar a otro en un día determinado; por la noche se rezaba el rosario y se les depositaba una limosna;  y al día siguiente, había que llevarlas a otra casa del vecindario.

En el caso de las hermanas mayores, los novios no eran tan ficticios.  Muchos aparecían, como era tradición de los hombres jóvenes del campo, de entre los matorrales, cerca de los nacimientos de agua o lavaderos, cuando ellas lavaban la ropa o llenaban algún cántaro. Por eso las madres de familia, no permitían que las hijas mayores fueran solas al pozo o al nacimiento de agua, y generalmente eran acompañadas por alguno de los hermanos menores. Más de alguna vez, me tocó ver a uno de aquellos pretendientes, salir de entre la floresta y acercarse a alguna de mis hermanas, para expresarle o preguntarle: cómo estaba el agua, que si ya terminaba la tarea, que hacía mucho calor, etc.

Debe decirse, que en aquellos tiempos, los jóvenes hombres se las ingeniaban para hablar a las muchachas solteras, aprovechando alguna corta oportunidad que se les presentase, puesto que los padres eran exageradamente protectores  con sus hijas; ya que según la costumbre, los verdaderos novios debían de llegar a las casas a formalizar con los padres de la novia un noviazgo definitivo. Y para lograr el matrimonio, el hombre debía demostrar que tenía lo necesario para conformar un hogar, como una casa de adobe y teja y algunos recursos que asegurasen la subsistencia y atención de los hijos.

Pero para mí, que me hablaran de mi novia inventada en esa época, era un verdadero tormento.







¿Y USTED TODAVÍA SE ENCARAMA?



En lenguaje salvadoreño esta pregunta se puede interpretar de varias maneras. Pero preguntarle a un sesentón como yo, si todavía se encarama puede a veces parecer un tanto inoportuno o de mal gusto. Pero el salvadoreño del común, siempre tiene una respuesta y a veces con bastante buen humor.

En todo caso, para las personas que nacimos a mediados del siglo pasado, la respuesta a tal pregunta puede ser muy importante.; pues saber si alguien se encarama todavía, tiene que ver con la constitución de cada uno y especialmente con los hábitos adquiridos desde la temprana edad.

Encaramarse es todo un arte. Una de las características es el balance del cuerpo y la puesta en movimiento de muchos músculos. Por eso son tan admirados los equilibristas y los trapecistas.

Encaramarse,  para una persona mayor, puede ser arriesgado si no funciona muy bien el chacalele o si de pronto se sube o se baja el azúcar;  viene un mareo; fallan las articulaciones;  o se tienen dificultades respiratorias.

La edad temprana pareciera que es un buen indicador de éxito en el arte de encaramarse, pero no lo es todo. Hay jóvenes que son una verdadera calamidad a la hora de una prueba física de esta naturaleza; pues tal vez desde pequeños acumularon miedo para subir y sobre todo, tienen pánico de que una vez arriba, todo se derrumbe y no funcione como se esperaba. Estas personas prefieren siempre quedarse abajo como los pijuyos. Esos pájaros negros que no alzan vuelo muy alto, sino que merodean alrededor del ganado y más bien caminan por el zacatal.

Pero hay otras personas, sobre todo gente del campo, que gozan con las alturas y las desafían a cada momento. Por ejemplo, en las fincas de café, los miqueros son especialistas en subirse a los árboles, descombrar las ramas y tirarlas al suelo, sin ocasionar daños al cafetal. El miquero por supuesto,  gana un poquito más que el peón corriente y es respetado por su valor y habilidad.

En mi caso, por suerte, tuve un entrenamiento constante para escalar los cerros, pero también para subir a los árboles. Desde los siete años, nos trepábamos con mi hermano a cantar durante los días libres, en un elevado árbol de níspero, situado en el patio de la casa en Sensuntepeque.  Y en las vacaciones de semana santa, en el Cantón San Marcos, nos subíamos como micos a las últimas ramas del árbol más alto que denominábamos “el mangón” a cortar los mangos más maduritos, comerlos allá arriba y arrojar las semillas a otros mangos que no alcanzábamos con la mano. Después de aquella prueba, subirse al “manguito” que era un árbol menos alto, era relativamente fácil.

Pero encaramarse cuando somos mayores es otra cosa. Hace unos meses invité a mi amigo Mario Ramos a escalar el Cerro de la Cruz en el Cantón San Marcos. Es un cerro relativamente pequeño, pero un cerro al fin. Y el resultado fue estupendo. Caminamos a un paso normal y llegamos con suficiente aire: y al regreso, bajamos sin mayor problema. Él siempre me dice que todavía estamos en el minuto ochenta y nueve de ese partido de fútbol que es la vida. Pero yo le digo, que cuando el partido ha sido muy bueno, debemos todavía estar preparados para el extra tiempo.

Pero acabo de pasar mi última prueba y la comparto con ustedes. En estos últimos dos meses me he encaramado a un árbol de aguacate que está en el patio de mi casa, que aunque no es muy alto (unos ocho metros de altura), es un árbol que los campesinos llaman “tostado” pues las ramas se pueden quebrar fácilmente; y cortar los frutos muy altos no es cosa fácil. Por suerte, pasé muy bien la prueba subiéndome tres veces y hasta fui objeto de un comentario de mi vecina que me dijo: ¡Muy bien, Don Ramiro. Veo que todavía se encarama con facilidad!. Yo le contesté bastante orgulloso: ya ve pues; todavía la hago.



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