VISTAS DEL CANTÓN SAN MARCOS
El Cerro de la Cruz |
Río Gualquiquira |
Vista del cantón en la hondonada y al fondo montañas de Honduras |
La cruz en la cima del cerro |
La capilla vista desde el Cerro de la Cruz |
La capilla vista desde el costado oriente |
Fachada de la capilla de San Marcos |
Cause del Río Lempa visto desde el Cerro de la Cruz |
Cerros de Victoria y del Cantón Paratao |
El Río Gualquiquira en el Cajón |
MUJERES Y
HOMBRES SENCILLOS PERO DESTACADOS EN SAN MARCOS
Para los años
cincuenta de mil novecientos, aquel cantón de Sensuntepeque era un sitio
aislado por la falta de carreteras con los demás cantones y la Cabecera
Departamental.
Se puede
decir que era de los últimos reductos del Departamento de Cabañas, pues mediante el Rio Lempa limitaba con Honduras.
Sin embargo, como no hay mal que por bien no venga, aquellas condiciones
geográficas contribuyeron a que la gente
se las arreglara por sus propios medios para salir adelante, en muchos aspectos
básicos de la vida cotidiana.
Doña Petronila, Doña Micaela,
Doña Socorro Ramos, Doña Teresa de Alfaro
y Doña Herminia Arteaga.
Estas señoras
cada una en su tiempo, fueron las responsables de atender los partos que se
presentaban, como matronas o comadronas;
pues era muy difícil que las mujeres en
el momento de dar a luz pudieran ser atendidas en la ciudad.
Las comadronas
vivían en diversos puntos del Cantón y generalmente eran llamadas de
emergencia, a veces entrada la noche o la madrugada.
Yo conocí
nomás a las dos últimas, y pude oír
comentarios muy positivos sobre su delicado trabajo y su sabiduría para atender
a las mujeres y a los recién nacidos; y nunca supe al menos en mi tiempo, de un
infante muerto por una atención inadecuada.
Aquellas
señoras se trasladaban a vivir a casa de la parturienta, en los primeros días después
de dar a luz; y a partir de aquel
momento, eran las responsables del cuidado de la madre y del infante. Al menos
eso sucedía en el caso de nuestra familia.
Mucho después
supe, que aquellas mujeres, al menos en mis tiempos, tenían contacto con el personal
médico del Hospital; pero sus conocimientos
fueron adquiridos mayormente en la práctica con sus antecesoras en aquel
oficio.
Doña Agripina Zavala y Doña Florentina Ruíz.
Estas fueron
costureras reconocidas en la comunidad y responsables de hacer las vestimentas
de adultos y menores.
La más
distinguida era Doña Agripina, puesto
que no sólo hacía ropa de mujeres, sino también pantalones para hombres.
Estas mujeres
tenían mucho trabajo, especialmente en
festividades como el once de febrero en que se celebraba la fiesta de Providencia
en el Cantón Nombre de Dios; en las navidades, las Flores de mayo y la Feria de
Sensuntepeque, en el mes de diciembre.
Recuerdo
haberles visto máquinas de coser bastante rudimentarias de la reconocida marca “Singer”,
lo que requería mayor esfuerzo y dedicación.
Doña Agripina,
también contribuía mucho al ornato de la Capilla, especialmente cuando ocurría
la visita de un sacerdote y la respectiva celebración de la misa.
Don Dionisio Sánchez (Don Nicho).
Era un hombre
moreno y muy tranquilo de unos sesenta años. Vivía en el Caserío del Centro, a un kilómetro
al poniente de la Capilla. Lo conocí propiamente, en la molienda que emprendía
mi padre y mis hermanos mayores en los meses de noviembre, diciembre y enero
muy cerca de las riveras del Río Lempa.
Don Nicho,
era el responsable del cocimiento de cada “perolada” de aquel jugo de caña; de
controlar el fuego y de darle el punto final a la miel hasta que se vertía en
los moldes para obtener el famoso dulce de panela.
Además de ser
un eficiente hornero, Don Nicho, era un excelente narrador de cuentos e
historietas. A él le escuché las mejores
pasadas, a las que me he referido en
otro escrito con el título de: Las Pasadas de Don Nicho Sánchez. La hora
propicia para aquellas narrativas, era especialmente por las noches, transcurrida
la cena, cuando el ambiente a las orillas del Lempa se prestaba para que los mayores
se divirtieran un poco y los niños sintiéramos mucho miedo.
Don Juan Martínez (conocido como Juan Pineda)
Tendría unos
cuarenta años y era originario de Paratao, cantón del vecino Municipio de
Victoria. Se radicó en San Marcos al casarse con Benancia Ruíz, hija de Don
Antonio Ruíz y estableció allí su
domicilio definitivo.
Don Juan que
era conocido más como Juan Pineda, era un hombre muy humilde y de pocas
palabras; tal vez porque no había tenido oportunidad de ir a una escuela o
recibir alguna clase de un maestro empírico.
Don Juan
vivía a una cuadra de nuestra casa, en un terreno semi quebrado pero bastante
grande, con espacio suficiente para los cultivos y para tener unas cuantas
vacas que eran parte del sostén de la familia.
Juan Pineda
era conocido por todos, como el gran amansador de mulas y caballos.
Tuve la
oportunidad de verlo montar aquellas bestias chúcaras y convertirlas después
del entrenamiento respectivo, en mansos animales de monta y de carga.
Lo vi,
colocarles la montura por primera vez, a pesar de los recios corcoveos y
montarlas varias veces, haciendo acrobacias,
pero sin caer al suelo.
También lo vi
amaestrando caballos y potrancas para sacarles el andar y para hacerlas
castizas, es decir, que caminaran y corrieran dando pasos suaves y muy
armónicos.
La impresión
que daba Don Juan, era la de un hombre fuerte y valiente.
Don Lucas Pineda
Era hermano de Juan Martínez, de piel morena y un
tanto pequeño de estatura.
Vivía en el
Caserío de Guaquincora, a unos cuatro kilómetros de la capilla y muy cerca del
Frijolillo y del Río Lempa.
Don Lucas también
no sabía leer y escribir, pero tenía una habilidad innata para comunicarse con
la gente y realizar su trabajo.
Era el
matarife de ganado vacuno, de cerdos y de cualquier otro animal silvestre.
Muchas veces,
contratado por mi padre, lo vi preparando los utensilios y al animal que
destazaría.
Si se trataba
de un novillo o de una vaca, para darle la cuchillada certera y realizar el delicado
trabajo de cortar la carne y los huesos, separarlos y clasificarlos
adecuadamente.
Lo mismo
hacía con los cerdos, que una vez colgados, desangrados y libres de pelambre, eran
minuciosamente destazados.
Don Domingo Hernández
Vivía en el
Caserío del Reventón y era un hombre de
unos cuarenta años.
Era reconocido
como el enfermero de la comunidad. No sé si había sido entrenado por parte del
Ministerio de Salud, pero era la persona a que se llamaba cuando un paciente
necesitaba atención inmediata o la puesta de alguna inyección, de allí que se
le conociera más como Memogín.
Aquel señor
alto y bien parecido, era muy respetuoso y
comedido e inspiraba mucha confianza.
NUESTRAS “NOVIAS” Y “NOVIOS” EN LA NIÑEZ
Debo decir
que provengo de una familia campesina de San Marcos, Sensuntepeque, Cabañas,
tan numerosa como un pequeño batallón.
De entre
tantos hermanos y hermanas, los había de
todo tipo en lo físico: unos más morenos, otros más blancos, unos más altos,
otros más bajos, etc. Y en lo social, unos más extrovertidos y otros más
callados, unos más recatados y otros más fregones como decimos en salvadoreño,
a los que se pasan molestando a los demás.
De entre
los hermanos, uno sobresalía por sus continuas ocurrencias, pero también por
poner apodos a los demás y ponerle salsa picante a las deficiencias o
debilidades ajenas.
Debo de aceptar
que yo era un niño bastante tímido, tal vez por el hecho de que me uní al grupo
de hermanos sólo hasta las vacaciones de fin de año, a partir de los ocho años;
puesto que mis primeros años los pasé con mi tía Fide en casa de los abuelos, al
haberme adoptado ella como su hijo cuando yo tenía nueve meses de edad.
De aquella
época recuerdo muy bien, cómo me ridiculizaban al menos dos o tres de mis hermanos, cuando yo tenía unos cinco o seis años y
pedía al mediodía desde el cerco de piedra que dividía ambas casas, que me
acercaran las tortillas hechas en casa de mis padres reales. En el fondo, creo
que mis hermanos no dejaban de envidiarme, porque siendo el más pequeño en casa
del abuelo, recibía todo tipo de mimos y por supuesto comía y vestía mejor que
ellos.
Una de las
formas que ahora me parece bastante divertida, pero que en la etapa de pre
adolescencia me resultaba chocante, era el hecho de que a todos los hermanos y
hermanas, mientras no se habían casado, les arrimaban uno o varios novios o una o
varias novias.
En el caso
de los hermanos y hermanas mayores, tal noviazgo era porque había existido
algún acercamiento con otra persona y hasta declaraciones formales de
matrimonio. Por tal razón, no menciono acá los nombres de los novios y novias, cuyos
nombres recuerdo perfectamente.
Sólo
mencionaré los novios y novias que eran
objeto de la invención de los mayores, para molestarnos a los hermanos menores.
Así a mi
hermano Manuel, le mentaban a La “Cudinda” que se llamaba Gumercinda Reyes ; y en
mi caso, me designaron a la niña más morena de la comunidad, que aunque se
llamaba Sofía Díaz le llamaban La Chofi. A Emelina, le mencionaban entre otros,
a Francisco Rodríguez, un muchachito muy guapo que vivía bastante cerca de la casa;
y a José María, le mentaban a Rosa Elvira de la capillona, una prima que
vivía en una casa grande, bastante cerca de la nuestra; a Medardo, le mencionaban
a La Chita, cuyo nombre era Rosa, que
tenía la minusvalía de no poder hablar y que apenas podía pronunciar palabras como Tito mío, para referirse a él; Lapa Lapa, para referirse a Alba Emelina;
Chupluco, Chupluco para hacer mención a Manuel; y Chep para decir mi nombre,
José.
Para los
niños, encontrarnos de cerca con las novias inventadas por los mayores, era
algo terrible, que tratábamos de evitar
a toda costa. Así sucedía cada cierto tiempo cuando con mi hermano Manuel, nos
tocaba llegar al hogar de La Chofi y de La Cudinda, a fuerza de rabietas y
lloriqueos.
Hasta
aquellas casas que quedaban como a un kilómetro de distancia, se nos obligaba a
llevar las imágenes de la Virgen y del Corazón de Jesús, en lo que denominaban el
“día feliz”. Aquella era una costumbre según la cual, las imágenes pasaban de
un hogar a otro en un día determinado; por la noche se rezaba el rosario y se
les depositaba una limosna; y al día
siguiente, había que llevarlas a otra casa del vecindario.
En el caso
de las hermanas mayores, los novios no eran tan ficticios. Muchos aparecían, como era tradición de los
hombres jóvenes del campo, de entre los matorrales, cerca de los nacimientos de
agua o lavaderos, cuando ellas lavaban la ropa o llenaban algún cántaro. Por
eso las madres de familia, no permitían que las hijas mayores fueran solas al
pozo o al nacimiento de agua, y generalmente eran acompañadas por alguno de los
hermanos menores. Más de alguna vez, me tocó ver a uno de aquellos
pretendientes, salir de entre la floresta y acercarse a alguna de mis hermanas,
para expresarle o preguntarle: cómo estaba el agua, que si ya terminaba la
tarea, que hacía mucho calor, etc.
Debe
decirse, que en aquellos tiempos, los jóvenes hombres se las ingeniaban para
hablar a las muchachas solteras, aprovechando alguna corta oportunidad que se
les presentase, puesto que los padres eran exageradamente protectores con sus hijas; ya que según la costumbre, los
verdaderos novios debían de llegar a las casas a formalizar con los padres de
la novia un noviazgo definitivo. Y para lograr el matrimonio, el hombre debía
demostrar que tenía lo necesario para conformar un hogar, como una casa de
adobe y teja y algunos recursos que asegurasen la subsistencia y atención de
los hijos.
Pero para
mí, que me hablaran de mi novia inventada en esa época, era un verdadero
tormento.
¿Y USTED
TODAVÍA SE ENCARAMA?
En lenguaje
salvadoreño esta pregunta se puede interpretar de varias maneras. Pero preguntarle
a un sesentón como yo, si todavía se encarama puede a veces parecer un tanto inoportuno
o de mal gusto. Pero el salvadoreño del común, siempre tiene una respuesta y a
veces con bastante buen humor.
En todo caso,
para las personas que nacimos a mediados del siglo pasado, la respuesta a tal
pregunta puede ser muy importante.; pues saber si alguien se encarama todavía, tiene
que ver con la constitución de cada uno y especialmente con los hábitos
adquiridos desde la temprana edad.
Encaramarse
es todo un arte. Una de las características es el balance del cuerpo y la
puesta en movimiento de muchos músculos. Por eso son tan admirados los
equilibristas y los trapecistas.
Encaramarse, para una persona mayor, puede ser arriesgado
si no funciona muy bien el chacalele o si de pronto se sube o se baja el azúcar; viene un mareo; fallan las articulaciones; o se tienen dificultades respiratorias.
La edad temprana
pareciera que es un buen indicador de éxito en el arte de encaramarse, pero no
lo es todo. Hay jóvenes que son una verdadera calamidad a la hora de una prueba
física de esta naturaleza; pues tal vez desde pequeños acumularon miedo para
subir y sobre todo, tienen pánico de que una vez arriba, todo se derrumbe y no
funcione como se esperaba. Estas personas prefieren siempre quedarse abajo como
los pijuyos. Esos pájaros negros que no alzan vuelo muy alto, sino que merodean
alrededor del ganado y más bien caminan por el zacatal.
Pero hay otras
personas, sobre todo gente del campo, que gozan con las alturas y las desafían
a cada momento. Por ejemplo, en las fincas de café, los miqueros son
especialistas en subirse a los árboles, descombrar las ramas y tirarlas al
suelo, sin ocasionar daños al cafetal. El miquero por supuesto, gana un poquito más que el peón corriente y es
respetado por su valor y habilidad.
En mi caso,
por suerte, tuve un entrenamiento constante para escalar los cerros, pero
también para subir a los árboles. Desde los siete años, nos trepábamos con mi
hermano a cantar durante los días libres, en un elevado árbol de níspero,
situado en el patio de la casa en Sensuntepeque. Y en las vacaciones de semana santa, en el
Cantón San Marcos, nos subíamos como micos a las últimas ramas del árbol más
alto que denominábamos “el mangón” a cortar los mangos más maduritos, comerlos
allá arriba y arrojar las semillas a otros mangos que no alcanzábamos con la
mano. Después de aquella prueba, subirse al “manguito” que era un árbol menos
alto, era relativamente fácil.
Pero
encaramarse cuando somos mayores es otra cosa. Hace unos meses invité a mi
amigo Mario Ramos a escalar el Cerro de la Cruz en el Cantón San Marcos. Es un
cerro relativamente pequeño, pero un cerro al fin. Y el resultado fue
estupendo. Caminamos a un paso normal y llegamos con suficiente aire: y al
regreso, bajamos sin mayor problema. Él siempre me dice que todavía estamos en
el minuto ochenta y nueve de ese partido de fútbol que es la vida. Pero yo le
digo, que cuando el partido ha sido muy bueno, debemos todavía estar preparados
para el extra tiempo.
Pero acabo de
pasar mi última prueba y la comparto con ustedes. En estos últimos dos meses me
he encaramado a un árbol de aguacate que está en el patio de mi casa, que
aunque no es muy alto (unos ocho metros de altura), es un árbol que los
campesinos llaman “tostado” pues las ramas se pueden quebrar fácilmente; y cortar
los frutos muy altos no es cosa fácil. Por suerte, pasé muy bien la prueba subiéndome
tres veces y hasta fui objeto de un comentario de mi vecina que me dijo: ¡Muy
bien, Don Ramiro. Veo que todavía se encarama con facilidad!. Yo le contesté
bastante orgulloso: ya ve pues; todavía la hago.
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