MIS CUADROS REALES
SE VALORA A LOS
DEPORTISTAS, A LOS ARTISTAS, A LOS POLÍTICOS … ¿Y POR QUÉ NO A LOS JORNALEROS
CAMPESINOS?
En mi experiencia personal aunque he estado más vinculado
a la ciudad por los estudios y el trabajo profesional, no he descuidado el
contacto con el campo; primero porque soy de ascendencia campesina y después
porque para mí entrar en contacto con la naturaleza es vivir de verdad.
Mientras muchos consideran casi un castigo haber vivido
su infancia o buena parte de su vida en el campo, para mí fue un privilegio o
como dicen los cristianos, una bendición.
En muchos de mis escritos de este blog, he relatado
algunas de las experiencias que tuve de niño y después de alcanzar el uso de
razón, cuando en los períodos de vacaciones llegábamos con mi hermano al cantón
y disfrutábamos a plenitud como para compensar el tiempo que habíamos pasado en el pueblo y
después en la ciudad para atender los estudios.
Debo decir que nuestra estancia campirana no hubiera sido
tan agradable, si nuestros padres y hermanos mayores no nos hubiesen brindado su
esmerada atención en diversos aspectos. Así nuestra madre y nuestras hermanas mayores
cocinaban cada día un platillo típico diferente como: pupusas glorias (es decir
de frijoles) o de queso, chilate con los deliciosos nuégados de queso, atol
shuco, atol de piña, potocas (hechas de masa y queso), atol de elote, riguas, tamales
de gallina o de elote, marquesotes, quesadillas, semitas, arroz en leche,
tortillas con leche, majoncho asado con leche, fresco de morro, etc.
Y por parte de nuestro padre y de nuestros hermanos
mayores, ellos nos dejaban participar y a veces hasta nos obligaban a realizar actividades
como: llevar sal a la vacas y colocarla en piedras planas; apartar los terneros;
tener los terneros durante el ordeño; lazar caballos; aguar los caballos montados a
puro pelo; llevar la comida a los
trabajadores; arriar los bueyes en la
molienda; bañar y pescar en el Río Lempa
o en el Río Gualquiquira; recolectar los
frijoles monos (de castilla) en sus vainas; cortar elotes; acarrear agua en
cántaros; acarrear leña; cortar frutas como: guineos, sandías, papayas,
naranjas limas, etc.; ayudar en el arreglo del tosco nacimiento; etc., etc.
Aquel contacto tan intenso con lo rural hizo que para mí,
el campo fuese algo maravilloso.
De ahí que ya siendo profesional y con alguna solvencia, salíamos
con mi familia al campo, al lago, al mar, a la montaña… Y ahora con tantos años
encima, no pasan ocho o quince días en que no estemos en largo contacto con la
naturaleza…
Soy de los que disfruto la música ranchera y me encanta oir
“las pulún, pulún”, pues entiendo plenamente ese tipo de música con que se
identifican los campesinos y su mensaje, a veces de amor, a veces de despecho,
a veces de envalentonamiento, de machismo y a hasta de borrachera como único
escape, etc.
Acercarme a la naturaleza, ha sido mi principal conexión en
los últimos años con los campesinos. Y desde allí he podido conocer más a fondo
su trabajo como jornaleros o como amas de casa. De ellos puedo dar fe de su honradez,
de su lealtad, de su innata inteligencia, de su valentía frente a las
adversidades…
Para muchos campesinos, mientras son jóvenes, es normal encaramarse
rápidamente y podar un árbol de quince o más metros de altura; cortar sus
frutos; subir a los techos más altos de una casa; echarse al hombro y cargar un costal de ciento
y más libras; labrar un palo y convertirlo rápidamente en mango de una
herramienta; subirse a un vehículo en
movimiento, etc.
Ellos son verdaderos artesanos de las plantaciones del
maíz, del arroz, del maicillo, de las sandías, de la caña de azúcar, etc. Si no
veamos el trazo de los surcos sembrados que parecen una obra de arquitectura, tanto
en los valles como en los cerros.
Lastimosamente la mayoría de campesinos que son gente de
bien, mueren y no pasa nada. Ellos nunca
reciben un premio por su labor destacada con la tierra y con sus frutos; ellos
no tienen un reconocimiento por sus méritos en vida; no existe ni el día del
campesino; y al morir, ninguna calle o una fuente lleva su nombre; ni aparece
una esquela con su nombre en un periódico. Ellos no son enterrados con honores
como los escritores, los poetas, los pastores, los deportistas, los políticos,
etc.
¿Han oído Uds. alguna vez que los excelsos “padres de la
patria” nombren a un campesino, “hijo meritísimo” o algo similar?. Cómo sigue
vigente la osadía del Indio Aquino, de reivindicar los derechos de los
campesinos salvadoreños…
¿Hemos pensado qué pasaría si no llegaran del campo al
mercado, los granos básicos, las hortalizas, las frutas, los lácteos, el
pescado, etc.? Quizá si un día no
llegaran, valoraríamos lo que en verdad significa la gente del campo.
Para mí, ellos, los campesinos, son nuestros héroes
anónimos, los peor pagados, los más sacrificados, los menos letrados, los peor
alimentados, los desatendidos de siempre, pues para ellos no ha habido
tradicionalmente servicios básicos, y si los hay, están en condiciones
lamentables.
Pero algún día llegará en que no habrá tanta inequidad entre
la gente del campo y la dichosa gente de la ciudad… y que ser agricultor y
jornalero será tan noble como ostentar cualquier título o ser un gran letrado.
CABALLERO
Cuántas veces me
encontré
siendo un niño
campesino,
ya casi entrada
la noche
y después de
hacer un mandado,
muy cerca de las
quebradas
y en medio de los
guatales.
Es que la noche
en los campos
tenía tantos misterios,
como pájaros
extraños
que ocultos entre
las sombras,
se agarraban de
las ramas
para cantar sus tonadas.
Entre ellos: los
tecolotes
y las barbudas lechuzas,
la aurora y el
mistericuco.
Pero el que más
me impactaba
por su canto
redoblado
era el llamado
“caballero”.
En los días de abril
y mayo
y ya casi entrada
la noche,
mientras caminaba
a casa,
siempre lo oía a
lo lejos,
mientras sonaba
muy cerca
el aleteo de los
pucuyos.
Entonces, ya reseca
mi garganta
y casi temblando
de miedo
apresuraba los pasos
por los estrechos
senderos;
mientras él repetía
incesante:
“caballero,
caballero”.
Su cantar no era
un secreto;
lo decían los
mayores
cuando contaban
historias:
que él rondaba
por los campos
llamando al
propio caballero,
es decir, al
mismísimo demonio.
Por fin terminado
el camino
y ya de regreso en
casa,
me guardaba lo
vivido
muy dentro de mis
recuerdos;
no fuera que me dijeran
que era poco
hombrecito.
Así pasaron los años
Y me alejé de los
pájaros
y de los malos
recuerdos…
hasta encontrarle
hoy de nuevo
y escuchar su mensaje:
“caballero, caballero”.
Ha pasado tanto
tiempo
de cuando lo odié
de pequeño…
Ahora escucho tranquilo
su canto
desesperado,
pues sé que no
llama al demonio,
sino que clama el
invierno.
José Ramiro Velasco
Abril de 2014