CERRO DE GUAZAPA,
EL SALVADOR
EL SALVADOR
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LOS QUEHACERES
DE TÍA TANA
Su
nombre de pila era Atanasia, como lo indicaba el almanaque Bristol, pero todos
le decíamos Tana. Como ella, quedan ya pocas personas.
Se
levantaba con presteza, apenas se oía el canto de la aurora, a las primeras
luces de la mañanita; y se acostaba como las gallinas, lo más tarde, a las ocho
de la noche.
Después
de su rápido aseo personal, buscaba unos leños medianos y unos chiriviscos y
los colocaba en la hornilla, encima de unas cuantas tusas, dejando pequeños
espacios para que les entrara el aire. Después encendía un fósforo y comenzaba
a soplar, hasta que el fuego se fortalecía y comenzaba a devorar la leña seca.
Caminaba
hacia el poyete y vaciaba agua del cántaro. Ya en la cocina, medía al cálculo
un poco de café de palo o de café de maíz y lo vertía sobre aquel jarro de
barro tan ennegrecido por el humo, que después
colocaba muy cerca de las llamas. Al estar cerca de la ebullición, le agregaba
el dulce de panela.
Luego
extraía el nixtamal del huacal de lata y lo colocaba poco a poco sobre la
piedra de moler y lo comenzaba a
triturar con fuerza, empujando la otra piedra alargada llamada mano. Y como si
se tratase de un verdadero molino, iba brotando la pasta de maíz con un color
entre blanco y amarillo.
A
continuación, tomaba porciones de masa del tamaño de su puño y después de
darles forma redonda, las torteaba con ambas manos, haciendo un ruido como de aplauso. Una vez estirada la masa, la
tiraba sobre el comal, donde la tortilla comenzaba a asarse de inmediato. Casi
al mismo tiempo, aprovechaba a darles vuelta a las tortillas cocidas de un lado,
para que terminaran su proceso de cocción completa. Cuando ya estaban a punto, las
colocaba una sobre otra, al borde del comal; y más tarde, envueltas en una manta, las metía a un tarro grande para
que no se enfriaran.
Junto
al jarro de café, hervía a la vez la olla de frijoles taletes que se hacían
sentir por su olor característico, a varios metros de distancia.
Pronto
estaba listo el desayuno completo que incluía: las tortillas, los frijoles, el
queso fresco, la crema y de vez en cuando, un huevo duro o estrellado. En otras
ocasiones, se agregaba majonchos asados o ayote en dulce, servidos en un plato
hondo con leche cruda de vaca.
Un
trabajo similar al del desayuno lo realizaba la Tía para el almuerzo y para la
cena. Además tenía que ir a la quebrada
a lavar la ropa una vez a la semana, dar de comer a las gallinas dos veces al
día y recoger los huevos mañana y tarde; y cuidar de los cerdos, echándoles el agua
y el maicillo en aquellas pilas hechas de piedra.
Al
bajar el sol, después de remendar la ropa, se le veía colando la leche para
hacer la cuajada, que una vez sacada, combinaba con sal en la piedra de moler.
A los niños nos gustaba pedirle el “mamaso”,
que era una porción de las tortillas que
pasaba en la piedra para limpiarla y que tenía un sabor muy agradable. El suero
que quedaba en la olla, se los daba a los cerdos que lo devoraban de inmediato.
Después
de cada comida, la Tía se ponía a lavar los platos y alguna que otra cuchara
utilizados en las comidas, pues como se comía con la mano, no había trinches
sucios. Unas dos horas después del almuerzo, comenzaba la preparación de la
cena.
Así llegaba la Oración que era como a las seis de
la tarde. Se le llamaba así, porque los antepasados que seguían la tradición
católica, probablemente rezaban el Angelus antes de oscurecer.
La
cena se servía a todos, aún con la luz natural, pues pronto habría que encender
el candil de gas que se colocaba en medio del corredor.
Como
a las siete de la noche, había que rezar el Rosario que comenzaba con la
Catena, que era en verdad como una cadena de oraciones largas y muy aburridas
para los pequeños. En aquel ambiente de penumbra, los niños pronto se dormían y
a veces hasta las mismas personas mayores contestaban al rezo medio dormidos, como
por inercia.
Qué
alegría sentíamos cuando se llegaba el “Jesús, José y María” que era la oración
final de aquel largo rezo.
Con
regaños para irse a la cama, terminaba la jornada agotadora de la Tía para repetir
la historia, al día siguiente.
Un
dato importante es que la Tía casi nunca se enfermaba. De seguro, debido al
fuerte trabajo físico que la mantenía en forma, pero también, por su estado de
ánimo siempre tan positivo. Así le encontraron los ochenta y cinco años,
todavía “paradita”, como ella acostumbraba a decir.
Cuando
la Tía murió, todos lloramos su partida. Hasta el perico que imitaba su voz y sus
palabras, dejó de imitarla y pronto murió de tristeza. Menos mal que nos dejó
su ejemplo y el recuerdo de sus buenas obras.
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EL CAFETAL
Tuvo, como un niño,
los mejores cuidados,
hasta brotar bajo la ramada,
de la mejor semilla
del Bourbón y del Pacas.
A los meses de vida,
fue llevado en carroza
antes de quedar plantado
en los valles, montañas
y volcanes.
Después de sembrado
en la tierra más fértil,
fue creciendo robusto,
cobijado por la pródiga
sombra
del pepeto de río, del cujín,
del manzanito rosa
y de tantos otros.
Pronto se vistió como
adulto,
con el traje verde oscuro
de su permanente follaje.
Al caer las primeras
lluvias,
las flores del cafeto
brotan como un milagro,
para llenar de aroma el
ambiente
y regalar su néctar a las
abejas
y a los gorriones.
En las fincas, predomina
el silencio, la quietud y
la calma
tan queridos por todos.
Allí no faltan las taltuzas,
los conejos, los
tacuazines
y una diversidad de aves
como chiripíos, chontes
palomas y chiltotas.
Gracias al café,
existe todavía entre
nosotros,
el bosque y el oxígeno,
fuentes de lluvia y de vida.
Al llegar cada noviembre,
sus abundantes frutos
se convierten en perlas
rojas
que llenan los canastos
de los laboriosos hombres
y mujeres cortadores.
Entrar al cafetal,
es penetrar en un templo
de la madre tierra;
es sentir la magia y el encanto
de la naturaleza;
es gozar extasiados
de un pedacito de cielo.
Ramiro Velasco,
Febrero de 2011
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ADIÓS A LA RURALIDAD
SALVADOREÑA
No
hace muchos años, según el censo de población, todavía en los años setenta, la proporción de población rural de El
Salvador era mucho mayor (60%) que la de población urbana (40%).
A
partir de los años ochenta, debido al conflicto armado, la migración de la
población rural se dio en forma masiva hacia los centros urbanos y hacia el
exterior. Para 1990, la población rural alcanzaba un 50.23% de la población
total, es decir una proporción bastante similar a la de la zona urbana (49.77).
La tendencia hacia una menor ruralidad fue tal, que ésta llegó a alcanzar en
2010, un 39.71% de la población total. Es decir, que en 40 años, la proporción poblacional
se ha invertido diametralmente y lo que antes era un país rural ahora se ha
convertido en un país mayormente urbano.
Al
ubicarse una gran cantidad de población rural en las zonas urbanas
metropolitanas y del interior del país, éstas se ha ido ruralizado también desde
el punto de vista socio-cultural; lo que se manifiesta en: asentamientos en las
zonas marginales, abundancia de mano de obra en trabajos de tipo doméstico,
nuevos patrones de conducta como inicio y
término de la jornada laboral en horas más tempranas, elevada
religiosidad, etc.
Sin
embargo, mientras la población rural y suburbana que se desplazó a la zona
metropolitana se ubica en los cinturones de marginalidad, la población rural
que se quedó en las ciudades y pueblos del interior de país, presenta
características de un mayor nivel económico, como se señala más adelante.
El
fenómeno culturalizador-religioso con mayor arraigo tradicionalmente en el
sector rural, se puede observar hoy en la mayoría de nuestras ciudades y de nuestros
pueblos, aparejado a las tradiciones rituales católicas como procesiones, rezos
en las casas, misas solemnes con muchos cohetes, etc.
Por
ejemplo, en Sensuntepeque, mi pueblo, contrario a lo que pasaba en los años
cincuenta y sesenta, cuando el comportamiento religioso urbano era bajo, ha venido
alcanzando un aumento notorio, a partir de los ochenta. En aquella ciudad, no hay mes, ni semana en los
que no haya grandes celebraciones religiosas, con abundantes procesiones, rezos
y cohetes. Diríase que la gente no tiene tiempo para un poco de diversión o
para actos culturales, pero le sobra para los actos religiosos.
En
la zona central y especialmente en la occidental, el fenómeno religioso
evangélico ha tenido un auge mayor. Allí han proliferado los templos y por
supuesto, la clientela religiosa evangelística. De manera hipotética se puede
afirmar que en el caso de los evangélicos la ola ha ido en sentido inverso, es
decir desde la ciudad hacia al campo. Lo que se explicaría por las grandes subvenciones
de las iglesias norteamericanas que construyeron iglesias a partir de la década
de los ochenta y proliferaron primero, en la zona urbana y después se han ido
extendiendo al área rural.
Visto
el fenómeno de la ruralidad desde la economía, aparece otro dato muy
interesante. Y es que los hogares conformados por personas procedentes del campo
asentadas en los sitios urbanos más alejados de la zona metropolitana, han contribuido a un mayor impulso económico
de sus municipios. La explicación de fondo es que probablemente los campesinos
radicados en el interior del país, eran dueños de su parcelas, y además de
cultivar la tierra, se dedicaban a la ganadería y a otras actividades productivas.
Estas personas salieron, no agobiados por la pobreza, si no que se vieron
obligadas por el conflicto armado a buscar un refugio más seguro en los pueblos
y ciudades vecinos.
La
población adulta rural optó por quedarse en los pueblos, pero los jóvenes
optaron por salir hacia los Estados Unidos, ubicándose especialmente en las
zonas agrícolas de aquel país.
Sirva
de ejemplo, el caso de pueblos de Oriente como: Chirilagua, Concepción de Oriente
e Intipucá y de la
Zona Paracentral, Sensuntepeque y San Isidro. Los emigrantes campesinos
de estos municipios, comenzaron a enviar remesas a sus familiares, que se
fueron quedando de manera permanente en los pueblos y ciudades. Las remesas,
unidas a la tradición emprendedora de la
gente del campo, condujeron después de veinte años, a un mayor avance económico
de aquellas zonas.
En
Sensuntepeque por ejemplo, hasta los años ochenta, los días de plaza eran los
jueves y domingos. Ahora, todos los días son de gran movimiento comercial, lo
que es impulsado por la capacidad adquisitiva de los salvadoreños y hondureños
que reciben remesas del exterior.
A
nivel departamental ese fenómeno es igualmente notorio en los departamentos relativamente
más remeseros, como La Unión, Cabañas, San Miguel y Morazán.
En
el caso de Sensuntepeque y otros municipios, se puede observar además, que
muchos nuevos negocios y la mayor cantidad de viviendas de alto costo son
propiedad de gente venida del área rural y por supuesto que reciben remesas.
Con
factores como los expuestos, se puede decir que en términos territoriales la
sociedad salvadoreña se ha ido urbanizando, pero en términos culturales y
económicos de alguna manera se ha ido ruralizando.
En
cuanto a identidad cultural, el tema se vuelve más complejo, cuando se constata
que en los últimos treinta años se ha operado un aumento de la población del
área rural que se fue al extranjero. Esa gente ya no se identifica con el
cantón de origen, sino con el pueblo o ciudad más inmediata y es en ella en donde
viven ahora sus familiares y es a donde envían sus remesas o se dirigen cuando
viajan a El Salvador. En este sentido, se puede decir que la ruralidad ha
perdido a su aliada natural que debiera ser la población emigrante.
Por
otro lado, con la globalización, con una mayor conectividad mediante el
transporte y el avance de los medios de comunicación como telefonía celular, el
cable, etc. la población rural va perdiendo poco a poco sus costumbres y
tradiciones y se está “urbanizando” rápidamente. Lo que hace que no haya mayor
diferencia en cuanto a vestimenta, manera de hablar y ciertos gustos entre
población rural y urbana.
Lo
anterior ha venido a dar un tiro de gracia al concepto de ruralidad tradicional
que se habrá limitado seguramente a grupos poblacionales muy reducidos, como
los adultos mayores que viven aún en el campo; pues el resto, la población
rural joven, aunque viva en el campo, se comporta casi como la población
urbana.
Es
decir, que aunque los datos poblacionales hablan de un 60% de población urbana
a nivel nacional, puede afirmarse, que el crecimiento urbano es mayor, pues los
niños y jóvenes de la zona rural se comportan en muchos aspectos especialmente
en los culturales, como las personas de las ciudades y de los pueblos.
Con
tales tendencias para dentro de treinta años, nuestros campesinos rurales, sus
tradiciones y sus costumbres, serán sólo parte de la historia.
POR FAVOR, CONTESTE LA
PREGUNTA QUE SE FORMULA A CONTINUACIÓN. SU OPINIÓN ES MUY IMPORTANTE. GRACIAS.