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Soy profesor universitario. Trabajo por el desarrollo de Cabañas, un departamento de El Salvador, muy bello, pero también donde hay mucha pobreza, especialmente en lo educativo y cultural. Soy planificador educativo y trabajé por muchos años como director y coordinador de proyectos sociales. Me considero una persona con una visión amplia que trata de valorar lo positivo de cada quien.

lunes, 3 de marzo de 2008

MARZO, SEMANA SANTA Y VERANO

Árbol de carao en los campos de Cabañas



SEMANA SANTA Y OTRAS YERBAS

No hace muchos años, la celebración de la semana santa en nuestros pueblos y cantones era un acontecimiento excepcional que lindaba entre lo místico y lo ascético, como una herencia de los misioneros católicos que llegaron a nuestras tierras, y de la visión animista y un tanto mítica de nuestros aborígenes.
La celebración giraba en torno a la interpretación, respeto y vivencia de lo sagrado, de lo cristiano y sobre todo de lo ritual; pero también de creencias como abstenerse, el viernes santo de bañarse en el río porque de castigo, uno se podía ahogar; de no correr o de no subirse a una escalera o a un árbol, para no caer y golpearse; y de no hacer cualquier tipo de trabajo, en señal de duelo y de respeto al Señor sufriente.
En aquellas épocas, decir semana santa era sinónimo de verdadero recogimiento, de meditación, de rezo y de manifestar la muerte de Jesús. En el rito litúrgico, la Iglesia insistía en la pasión y muerte de Jesús con simbolismos hasta reivindicativos como los expresados el viernes santo, cuando se rogaba por “la conversión de los pérfidos judíos…”, culpando casi abiertamente al pueblo judío de ser responsable de la muerte de Jesús.
Aquella posición tradicional, fue superada con nuevos lineamientos del Concilio Vaticano Segundo para la celebración litúrgica, dando énfasis a lo “sustancial” como la mayor riqueza bíblica, la participación activa de la asamblea y un cierto equilibrio en las “prácticas piadosas”, teniendo presente que la reglamentación litúrgica sería desde entonces responsabilidad exclusiva de la Sede Apostólica (Vaticano) y del Obispo.
Sobre las represalias al “pueblo deicida” debe señalarse el gesto categórico por parte de Juan Pablo II en su viaje a Tierra Santa, al pedir públicamente perdón a los judíos y expresar: “Lamentamos el comportamiento de aquellos que a lo largo de la historia causaron sufrimiento a tus hijos y pedimos perdón... Pedimos llegar a una confraternidad auténtica con el pueblo de la Alianza.”
Otro de los lineamientos del Vaticano Segundo, para la celebración del triduo pascual fue enfatizar en la “pascua” poniendo mayor énfasis en la “resurrección” y no tanto en la pasión y muerte de Jesús como había sido la costumbre.
Sin embargo, a pesar de las innovaciones teológico-litúrgicas post-conciliares, para nuestro pueblo pareciera más fácil entender la muerte y pasión de Jesús que es mayormente animada con las imágenes del huerto de los olivos, del flagelado, del crucificado y del Jesús muerto puesto en la urna y que recorre las calles de nuestros pueblos.
Es impresionante como la gente, a la usanza de varias regiones de España, vuelca su fe el viernes santo en una procesión en la que destacan las delicadas alfombras que adornan el largo recorrido del santo entierro. De esto, el mejor ejemplo es la procesión en Sonsonate, en Chalchuapa y en San Salvador.
En el caso de Sensuntepeque desde hace algunos años se construye una alfombra que mide casi tres cuadras; y en la procesión se puede admirar las velas encendidas que portan los feligreses y que forman un verdadero río de fuego; lo que unido a los cánticos tristes, dan una idea clara de que la gente se identifica con un verdadero funeral o entierro.
De allí que asistir al santo entierro, no tiene parangón con asistir a una celebración del Cristo resucitado.
En otras palabras, probablemente a la gente del pueblo, le impacta más el Jesús hombre sometido a un juicio injusto, que es vituperado, objeto de burla, ensangrentado y que muere casi impotente, que el Jesús Dios resucitado y lleno de gloria.
Habría que profundizar en la psicología popular salvadoreña y latinoamericana, para entender y explicar lo que el pueblo expresa al identificarse mejor con ese Jesús sufriente y menos con el Jesús resucitado.
En otras palabras, hablar de Jesús resucitado pareciera que es hablar de un ser misterioso, poderoso y lejano.
Tal vez lo que el pueblo trata de expresar tenga que ver con lo que ha visto y vivido por décadas en carne propia. Y es que su situación no ha mejorado de verdad. No ha constatado que se pase de la pobreza (pasión y crucifixión) a un estado satisfactorio en lo económico-material, en lo cultural, en lo educativo y en la realización completa de la persona (resurrección).
Es decir, que probablemente identificarse con la resurrección, es dar un salto demasiado elevado, que no tiene mucha conexión con la existencia, con la vida común del salvadoreño y del latinoamericano.
Aparte de que el mensaje innovador de la teología y liturgia católica, no ha sido asimilado por el pueblo; a manera de hipótesis me atrevo a pensar que nuestro pueblo se ve reflejado mejor en el Jesús pobre, en el Jesús que desafía el poder establecido y en el Jesús que es víctima del poder, que en el Jesús glorioso.
¿Por qué? Porque esa es justamente la situación que atraviesa la mayoría del pueblo y porque han existido y existen cristianos salvadoreños que han sufrido en carne propia, la persecución y el martirio. Haciendo realidad las palabras del Maestro “Porque si así tratan al árbol verde, ¿qué no harán con el seco?” Luc 23, 31.
Están frescos en la memoria del pueblo católico la muerte de Romero, de los Jesuitas, de varios sacerdotes y seminaristas diocesanos y de catequistas martirizados, por seguir la doctrina del Jesús que muere en la cruz como los principales malhechores de la época.
Desde otro punto de vista aparte de la celebración religiosa, la semana santa al coincidir con un periodo vacacional generalizado, ha conducido a otra situación. Y es que para buena parte de la sociedad salvadoreña, especialmente en las grandes ciudades, semana santa es sinónimo de vacaciones y tal vez, la mejor oportunidad de de divertirse o de hacer turismo.
Pero en medio de esa mayor secularización de los católicos, ver pasar las procesiones o unirse a ellas, aunque sea un momento, es considerado aún importante, pues significa participar en una de las tradiciones más populares en El Salvador. Así se puede constatar que los lugares de paseo quedan desiertos el viernes santo por la tarde y la noche.
Unido a lo anterior, el rol de los medios de comunicación con tanta promoción comercial que invitan a la diversión y al consumo, contribuyen a que el sentido religioso aparezca opacado, como parte también de la mayor urbanización y de la transculturación.
No puedo decir si lo que sucede hoy es bueno o malo, pues mi análisis lo hago más desde una perspectiva sociológica; simplemente escribo sobre lo que he podido constatar a través de los años, en una sociedad salvadoreña que cambia y que se “moderniza” siguiendo el ejemplo de las grandes urbes especialmente norteamericanas.
Sin embargo, que este enfoque tradicional ante la semana santa desaparezca en el corto y mediano plazo, no lo veo factible. Deberán pasar muchas generaciones para que esta tradición pueda cambiar radicalmente en el ambiente salvadoreño.



EL CARAO UN ÁRBOL QUE SE NIEGA A MORIR

En los campos de Cabañas y probablemente en toda la zona norte de El Salvador, abundan los árboles de carao. Lo anterior no tendría mayor importancia para mí, si no fuera porque ese árbol junto a otros como el candelillo, el aceituno, el quebracho, y tantos otros, formaron parte del hábitat en donde corrimos, saltamos, nos sentamos a descansar, amarramos el caballo o el ternero… cuando éramos pequeños.
Hace poco hablaba con una compañera de trabajo citadina y yo le decía que para mí recordar el campo es añorar gratos momentos; es airear mi mente; y es casi como volver a vivir. Y esta persona me decía que para ella, el campo también es algo bello y que le hace recordar de manera agradable su infancia, cuando convivió por algunos días con una familia amiga en el ambiente rural.
De niño y jovencito, llegadas las vacaciones de fin de año y hacer el viaje de unos veinticuatro kilómetros desde Sensuntepeque al Cantón San Marcos, ya fuera a pié o a caballo, era un reto agradable y constituía una verdadera diversión.
Contrario a otras personas que tal vez recienten haber nacido o vivido en el campo, en mi caso es todo lo contrario. Y es que para mí, vivir fuera de la ciudad o del pueblo, no tuvo nada de traumático. Al contrario sentía que allá el espacio casi no tenía límites; que se podía ir fácilmente a los ríos donde el agua era abundante; subir a los cerros y curiosear el paisaje desconocido; correr sin el temor de ser atropellado o de fastidiar al vecino; y ver el cielo durante las noches, colmado de estrellas…
En el cantón, nos tocaba llevar el almuerzo a mi padre y a mis hermanos mayores que trabajaban en la milpa, en la huerta o en la molienda. Desde la casa al lugar de trabajo caminábamos por lo regular entre treinta minutos y una hora. En aquel recorrido, yo disfrutaba mirando a los árboles en busca de un pájaro, de un garrobo o de una fruta.
Una de tantas veces, en una de nuestras correrías por el campo, me subí a un arbusto a cortar jocotes. Recuerdo que perdí el equilibrio y caí sobre unas espinas que penetraron en la epidermis de mi estómago, por suerte sin mayores consecuencias. Sin embargo, no dije nada de regreso a casa, por temor a recibir un regaño. Pero al día siguiente estaba perfectamente bien, cumpliéndose aquello que la piel de niño, como la de la lagartija, se renueva fácilmente.
Muy cerca de nuestra casa construida de adobe, situada en una media loma y que tenía una agradable vista hacia el poniente, había un árbol de carao que mi padre dejó crecer para tener un poco de sombra. Allí pude ver cómo se llenaba de flores y más tarde de frutos.
En una de la propiedades de mis padres, había un nacimiento de agua, que llamaban Pozo del Carao, pues había árboles muy grandes de esa clase. Allí saciamos la sed más de una vez y llenamos el tecomate con agua fresca y cristalina.
Por los caminos hacia los sembrados, mis hermanos menores y yo recogíamos los caraos de otros árboles, por diversión. Los recogíamos sobre todo después de las primeras lluvias, sólo para partirlos y probar su miel. Y escogíamos los más dulces y esponjosos, para llevarlos de muestra a la casa.
En aquella zona a nadie se le iba a ocurrir llevar a vender caraos al pueblo, pues nos parecían una fruta tan silvestre, que posiblemente nadie compraría. Fue hasta después de mucho tiempo, que ví en los mercados de San Salvador, que la gente compraba tales frutos para hacer el famoso fresco de carao, del que no dudo se podría hacer un exquisito vino, con la viñeta “Vino de carao, made in El Salvador”.
Siempre me he preguntado por qué existen tantos cerros, sin vegetación en nuestra zona norte, cuando se podrían hacer almácigos y sembrar de manera intensiva árboles como el carao, que evitarían la erosión; producirían abundante oxígeno; y de las podas se obtendría leña de muy buena calidad.
Disfruto en esta época al ver los árboles de carao que se visten de flores rosadas, como para significar que la vida merece vivirse. Y en pocos meses les podremos ver por los campos, con los frutos colgando de sus ramas como largas salchichas, primero verdes y después maduras, esperando a quienes aprecien su deliciosa y tinta miel.




CANTO AL AYER


A veces dudo si tú existes
más allá de mi mente
y de mi fantasía.
Sin embargo, sé que estás ahí
oculto tras las sombras de
mi existencia.

Tu lucha es permanente
con el presente
que ronda también por mi senda,
y que tan pronto llega,
se escapa para no volver.

En cada instante que pasa
llegas tú,
y aunque no soy consciente
de tu presencia,
puedo marcar tus pasos
que se ajustan a los segundos
transcurridos.

Sin ti, no habría manera
de pensar en el futuro
que es pura ilusión.
Lo que me permite afirmar
que el más perdurable
de los estados temporales,
al menos en mi memoria,
eres tú.

De ti no puedo quejarme,
pues a pesar de pequeñas pausas
de dolor y de incertidumbre,
siempre fuiste magnánimo conmigo.
Además te valoro tanto,
porque registras fielmente
las diversas etapas
del mundo, de la naturaleza, del hombre
y de mi vida.

Sé que cual compañero de viaje
te encontraré en mis dichas y avatares
por siempre;
hasta que se nuble mi tarde
y escribas en tu libro
el final de mi camino.

José Ramiro Velasco