Volcán de San Vicente, El Salvador
LAS PASADAS DE DON NICHO SÁNCHEZ
Publicado en el Periódico La Macana, Sección La Selvita, julio de 2007
En nuestros cantones de Cabañas, algunas personas mayores, son expertas en narrar cuentos o “pasadas”. Estas últimas, son relatos de tipo anecdótico, la mayoría de veces llenos de mucha fantasía.
Nuestro encuentro con Don Nicho, sucedía cada año, en la molienda de mi padre, situada a medio kilómetro del Río Lempa, en el Cantón San Marcos, muy cerca de la “Cuevita” que es como una casa de pura roca, situada a la orilla del mismo río.
Frente a la molienda y al otro lado del río, en la parte hondureña, se encontraba el Cerro El Limón, un sitio escarpado a donde casi nadie se atrevía a subir. En aquel cerro, por las noches se escuchaban los ruidos más raros, no sólo de aves nocturnas. A veces parecía como si alguien arrastraba pedazos de lámina sobre las rocas.
En la molienda, el trapiche de madera era movido por una yunta de bueyes. Hacía un ruido similar a los gemidos de un gigante, capaz de ser oído desde varios kilómetros.
El horno era de barro y de cal; pero tan firme, como si fuese de cemento armado. La champa principal nos servía por las noches de dormitorio.
Don Nicho, hombre moreno, de unos 75 años, era el hornero que mi padre contrataba todos los veranos, para cocer y darle punto a la miel, de la que saldrían los atados de dulce para el consumo familiar y para la venta.
Después de la cena era cuando Don Nicho, comenzaba a contar sus historias a todo el grupo. Según nos narraba, él se había encontrado infinidad de veces al Cipitío, que llegaba a recoger por las noches, la ceniza de las moliendas. Y al preguntarle si le daba miedo, contestaba de inmediato, que no. Que los seres extraños les salen a las personas valientes, que pueden soportar un susto sin enfermarse o enloquecer.
Una de las historias que más me impactó escucharle, fue el caso de un hombre tunante que vivía en Providencia, que se iba en busca de novias al Cantón San Marcos. Un día al viajero le agarró la noche, y tenía que regresar y recorrer el estrecho y empinado camino que conduce de San Marcos a Providencia. Subió los “filos” que son terrenos escarpados y pasó como siempre, a una cuadra del cementerio, hasta llegar debajo de dos grandes amates, donde se encontraba una puerta de golpe. El no sentía miedo, pues llevaba su pistola, su corvo y dentro del estómago, una buena dosis de chicha. Además llevaba su puro, que es el mejor compañero, para alejar los malos espíritus.
Al tratar de abrir la puerta de golpe, su caballo se levantaba en dos patas y no daba un paso adelante, a pesar de los espolazos y latigazos que recibía. No pudo menos el hombre que bajarse y halarlo, dejando abierta la puerta para luego pasar. Sin embargo, al subirse de nuevo al caballo, sintió que alguien se le había montado en ancas. Al darse vuelta, pudo ver con ayuda de la luz de la luna, una muchacha muy bonita. Al principio creyó que era efecto de su imaginación, y esperó un momento antes de mirarla bien y platicar con ella. Pero al sentirse agarrado del estómago y de la espalda, se volteó para verla de nuevo. Con la desagradable sorpresa de que se había convertido en una mujer horrible, dientuda, con el pelo largo y desaliñado y con unas chiches grandísimas. Al hombre se le fue la “bolencia” y entró en un proceso febril debido al intenso miedo, llegando a punto de morir. Pero gracias a su caballo que conocía el camino, llegó a su destino y pudo ser auxiliado. Aquella mujer según don Nicho, no era otra, más que la propia Cigüanaba. Sin embargo, a raíz de la terrible experiencia, aquel Don Juan no volvió más a sus andadas.
José Ramiro Velasco Barrera
DESCRIPTOLOGÍA DE MI PAÍS
Es tan pequeño
que apenas cabe
en el mapa del mundo.
Su gente es estoica hasta límites
insospechados.
Pero cuando se rebela,
no le importa que lleguen
y vuelvan a pasar las estaciones secas
y las tormentosas,
hasta conseguir pequeños avances,
en sus todavía arcaicas estructuras;
y de ser necesario, lo hace
a costa de sangre y fuego.
Sus habitantes se distinguen
por ser personas laboriosas
que no se avergüenzan de entrarle
a la rebusca,
aunque se violenten
algunos acuerdos inventados
para separar con fronteras,
el mundo y la tierra
que son de todos.
De mayo a septiembre,
pueden en él, caer los chaparrones
más fuertes;
pero en el mismo día o al amanecer,
alumbra de nuevo el sol,
con tanta brillantez,
como si nada hubiese pasado.
Y en su franjita de mar
en junio como en diciembre,
el agua está siempre tan tibia
y atemperada por un clima
a veces cálido y húmedo,
pero siempre benigno,
por el arrullo constante
de los vientos alisios.
Cuando su gente cree,
lo hace de verdad.
Y así como cree en Dios,
también cree en el cipitío
y en la cigüanaba,
como respetando la herencia
de nuestros antepasados cheles;
pero también,
de nuestros sabios indígenas.
Los propios, se identifican fácilmente.
Al hablar, no pronuncian la letra ese que va
al final de algunas palabras;
o si la pronuncian,
le dan un sonido de ge ó de jota.
Así como cuando con orgullo
dicen “yo joy jalvadoreño”,
que viene a ser lo mismo
que ser aguacatero, como yo.
Conozco a muchos extraños
que llegaron a él,
para pasar unos meses
y se quedaron toda la vida.
No sé que tienen
algunas de sus mujeres,
pero también de sus hombres,
en esas cosas del amor.
Creo que desde pequeños
aprenden a usar el “venga, venga”
o el trapo del “no me olvides”.
Y como la Juana Torres,
si se les antoja,
en vez de usar el teléfono,
llaman a sus seres queridos,
soplando, si no el antiguo cántaro,
o el tecomate,
la boca de una botella.
Allí ha estado él, desde siempre.
En época remota le llamaron
Cuzcatlán.
En momentos de su historia,
se le han visto algunos avances
en campos delicados
como la política
y los derechos humanos;
pero en casi todos los tiempos,
se encuentra tan atrasado,
como los pueblos bárbaros
de antaño.
Pero esa es la patria,
a la que queremos tanto,
y por la que siempre luchamos.
A veces pienso
que de existir una vuelta a la vida,
me gustaría volver
en forma de gavilán,
para volar por sus tierras bajas,
o mejor por sus cerros y volcanes,
y ver desde las alturas,
aquella gama de verdes
que lo pintan todo el año.
Así es mi pequeña tierra.
Así es El Salvador.
El lugar que siempre
debiera ser nuestro
y no de gentes extrañas.
Aunque haya quienes quisieran
venderlo como al Maestro,
tal vez por unas monedas.
Publicado en el Periódico La Macana, Sección La Selvita, julio de 2007
En nuestros cantones de Cabañas, algunas personas mayores, son expertas en narrar cuentos o “pasadas”. Estas últimas, son relatos de tipo anecdótico, la mayoría de veces llenos de mucha fantasía.
Nuestro encuentro con Don Nicho, sucedía cada año, en la molienda de mi padre, situada a medio kilómetro del Río Lempa, en el Cantón San Marcos, muy cerca de la “Cuevita” que es como una casa de pura roca, situada a la orilla del mismo río.
Frente a la molienda y al otro lado del río, en la parte hondureña, se encontraba el Cerro El Limón, un sitio escarpado a donde casi nadie se atrevía a subir. En aquel cerro, por las noches se escuchaban los ruidos más raros, no sólo de aves nocturnas. A veces parecía como si alguien arrastraba pedazos de lámina sobre las rocas.
En la molienda, el trapiche de madera era movido por una yunta de bueyes. Hacía un ruido similar a los gemidos de un gigante, capaz de ser oído desde varios kilómetros.
El horno era de barro y de cal; pero tan firme, como si fuese de cemento armado. La champa principal nos servía por las noches de dormitorio.
Don Nicho, hombre moreno, de unos 75 años, era el hornero que mi padre contrataba todos los veranos, para cocer y darle punto a la miel, de la que saldrían los atados de dulce para el consumo familiar y para la venta.
Después de la cena era cuando Don Nicho, comenzaba a contar sus historias a todo el grupo. Según nos narraba, él se había encontrado infinidad de veces al Cipitío, que llegaba a recoger por las noches, la ceniza de las moliendas. Y al preguntarle si le daba miedo, contestaba de inmediato, que no. Que los seres extraños les salen a las personas valientes, que pueden soportar un susto sin enfermarse o enloquecer.
Una de las historias que más me impactó escucharle, fue el caso de un hombre tunante que vivía en Providencia, que se iba en busca de novias al Cantón San Marcos. Un día al viajero le agarró la noche, y tenía que regresar y recorrer el estrecho y empinado camino que conduce de San Marcos a Providencia. Subió los “filos” que son terrenos escarpados y pasó como siempre, a una cuadra del cementerio, hasta llegar debajo de dos grandes amates, donde se encontraba una puerta de golpe. El no sentía miedo, pues llevaba su pistola, su corvo y dentro del estómago, una buena dosis de chicha. Además llevaba su puro, que es el mejor compañero, para alejar los malos espíritus.
Al tratar de abrir la puerta de golpe, su caballo se levantaba en dos patas y no daba un paso adelante, a pesar de los espolazos y latigazos que recibía. No pudo menos el hombre que bajarse y halarlo, dejando abierta la puerta para luego pasar. Sin embargo, al subirse de nuevo al caballo, sintió que alguien se le había montado en ancas. Al darse vuelta, pudo ver con ayuda de la luz de la luna, una muchacha muy bonita. Al principio creyó que era efecto de su imaginación, y esperó un momento antes de mirarla bien y platicar con ella. Pero al sentirse agarrado del estómago y de la espalda, se volteó para verla de nuevo. Con la desagradable sorpresa de que se había convertido en una mujer horrible, dientuda, con el pelo largo y desaliñado y con unas chiches grandísimas. Al hombre se le fue la “bolencia” y entró en un proceso febril debido al intenso miedo, llegando a punto de morir. Pero gracias a su caballo que conocía el camino, llegó a su destino y pudo ser auxiliado. Aquella mujer según don Nicho, no era otra, más que la propia Cigüanaba. Sin embargo, a raíz de la terrible experiencia, aquel Don Juan no volvió más a sus andadas.
José Ramiro Velasco Barrera
DESCRIPTOLOGÍA DE MI PAÍS
Es tan pequeño
que apenas cabe
en el mapa del mundo.
Su gente es estoica hasta límites
insospechados.
Pero cuando se rebela,
no le importa que lleguen
y vuelvan a pasar las estaciones secas
y las tormentosas,
hasta conseguir pequeños avances,
en sus todavía arcaicas estructuras;
y de ser necesario, lo hace
a costa de sangre y fuego.
Sus habitantes se distinguen
por ser personas laboriosas
que no se avergüenzan de entrarle
a la rebusca,
aunque se violenten
algunos acuerdos inventados
para separar con fronteras,
el mundo y la tierra
que son de todos.
De mayo a septiembre,
pueden en él, caer los chaparrones
más fuertes;
pero en el mismo día o al amanecer,
alumbra de nuevo el sol,
con tanta brillantez,
como si nada hubiese pasado.
Y en su franjita de mar
en junio como en diciembre,
el agua está siempre tan tibia
y atemperada por un clima
a veces cálido y húmedo,
pero siempre benigno,
por el arrullo constante
de los vientos alisios.
Cuando su gente cree,
lo hace de verdad.
Y así como cree en Dios,
también cree en el cipitío
y en la cigüanaba,
como respetando la herencia
de nuestros antepasados cheles;
pero también,
de nuestros sabios indígenas.
Los propios, se identifican fácilmente.
Al hablar, no pronuncian la letra ese que va
al final de algunas palabras;
o si la pronuncian,
le dan un sonido de ge ó de jota.
Así como cuando con orgullo
dicen “yo joy jalvadoreño”,
que viene a ser lo mismo
que ser aguacatero, como yo.
Conozco a muchos extraños
que llegaron a él,
para pasar unos meses
y se quedaron toda la vida.
No sé que tienen
algunas de sus mujeres,
pero también de sus hombres,
en esas cosas del amor.
Creo que desde pequeños
aprenden a usar el “venga, venga”
o el trapo del “no me olvides”.
Y como la Juana Torres,
si se les antoja,
en vez de usar el teléfono,
llaman a sus seres queridos,
soplando, si no el antiguo cántaro,
o el tecomate,
la boca de una botella.
Allí ha estado él, desde siempre.
En época remota le llamaron
Cuzcatlán.
En momentos de su historia,
se le han visto algunos avances
en campos delicados
como la política
y los derechos humanos;
pero en casi todos los tiempos,
se encuentra tan atrasado,
como los pueblos bárbaros
de antaño.
Pero esa es la patria,
a la que queremos tanto,
y por la que siempre luchamos.
A veces pienso
que de existir una vuelta a la vida,
me gustaría volver
en forma de gavilán,
para volar por sus tierras bajas,
o mejor por sus cerros y volcanes,
y ver desde las alturas,
aquella gama de verdes
que lo pintan todo el año.
Así es mi pequeña tierra.
Así es El Salvador.
El lugar que siempre
debiera ser nuestro
y no de gentes extrañas.
Aunque haya quienes quisieran
venderlo como al Maestro,
tal vez por unas monedas.
José Ramiro Velasco Barrera, Agosto de 2007