PIPES DE AGOSTO EN NUESTRA CASA
(Galán de noche conocido popularmente también como chompipe, cuya flor muy aromática dura sólo una noche)
LOS NIÑOS DE HOGARES POBRES DESARROLLAN FÁCILMENTE HABILIDADES
MOTORAS PERO NO SIEMPRE SU DESEMPEÑO ES BIEN ENCAUZADO.
Sabemos que la educación consiste, de acuerdo con algunos
autores, en el desarrollo en la persona, de habilidades y destrezas en el dominio
conceptual, psicomotor y afectivo.
En todo el proceso de aprendizaje, el ambiente en que se
desarrolla la persona también juega un papel importante.
Así un niño o niña que vive en un hogar de músicos, donde
tal arte se respira día y noche, probablemente aprenda a tocar un instrumento o
a cantar de manera casi natural. Lo mismo quien viva en casa de padres
bilingües, seguramente que aprenderá a hablar los idiomas de sus progenitores sin mayor
problema, con sólo escucharlos y recibir de ellos la retroalimentación
adecuada.
Pues con los niños del campo, de las zonas urbanas y suburbanas
sucede lo mismo. Ellos por lo general, están por la condición de pobreza, muy
vinculados al trabajo de sus padres quienes les solicitan constantemente apoyo para
completar sus tareas u oficios. Y como tales tareas casi siempre requieren un esfuerzo o habilidad
manual, de pronto aprenden de aquello que sus familias obtienen el pan de cada
día. Este es el caso de niños que aprenden: el uso de diferentes herramientas
de trabajo agrícola y la realización de dichas tareas; la crianza y cuidado de
animales domésticos, como gallinas, cerdos, vacas, caballos, etc; la
preparación de alimentos de la dieta básica, como preparar el nixtamal y hacer
las tortillas; la elaboración de artesanías;
la venta de diversos productos en la tienda y en el mercado; la
reparación de utensilios o artefactos domésticos, por señalar algunos.
Que los niños aprendan de sus padres lo que éstos hacen
no tiene nada de malo, al contrario es
enriquecedor para su formación. El problema no es vincular los niños al
trabajo, sino en convertirlos en trabajadores permanentes, descuidando su
formación intelectual y social, sus valores, su tiempo para la recreación y
peor aún, que lleguen a ser víctimas de la explotación como objetos de trabajo
y que se les trate como a adultos pequeños.
Lastimosamente, en los países atrasados como el nuestro,
ante las pocas oportunidades de empleos bien remunerados para las familias, los
niños son utilizados para completar los ingresos como trabajadores permanentes,
descuidando tanto su formación intelectual como afectiva, y exponiéndolos a
todo tipo de riesgos como la malacrianza, las drogas, la prostitución, etc. En tal situación, como es natural, muchos
niños desertarán de la casa huyendo de las onerosas obligaciones impuestas y
pasarán a formar parte de los niños de la calle. Y allí puede estar en muchos
casos, la base de las pandillas cuya incidencia en la vida nacional conocemos y
cuyo comportamiento agobia actualmente al país.
Frente a la problemática señalada, una de las
alternativas que no he oído mencionar a los que planean reducir drásticamente
la violencia, es reducir poco a poco el problema de los niños trabajadores y de
la calle.
Considero que la idea de mantener el tiempo pleno en la
escuela, como lo pregonó el Presidente de la República en el período en que fue
Ministro de Educación, debiera hacerse con los niños del sector público urbano,
comenzando por las escuelas de los
municipios más conflictivos; también debiera establecerse el almuerzo escolar
con apoyo de la cooperación internacional, especialmente del Programa Mundial
de Alimentos; y actividades deportivas y culturales como complemento a las académicas. Además, normar que todo aquel niño o niña que
se encuentre en la calle durante el día, sin la compañía de sus padres o de un
familiar responsable, sea conducido por la autoridad al centro escolar
correspondiente. En esta tarea, que es usual en otros países, bien podrían
colaborar grupos combinados de la policía y de la fuerza armada, dentro de lo
que pueden considerarse acciones preventivas de la violencia social. Y en este
caso, sería necesario el uso del carné de minoridad del que se habló hace algún
tiempo, pero que se quedó nomás en una buena idea, pues parece descansar el sueño de los buenos
deseos.
Este tipo de estrategias podrían incorporarse al plan
educativo nacional que está pendiente y
que pudiera vincularse estrechamente con el plan de seguridad social nacional.
Recuerdos de infancia
EL POZÓN
Aquel nacimiento de agua al que llamábamos también El
Chorro, estaba ubicado en terrenos del abuelo, casi donde iniciaban las faldas
del Cerro de la Cruz. Le separaba de nuestra casa, ubicada en la pequeña colina
de enfrente, la denominada por todos como La Quebrada.
El agua de aquella pila de El Chorro se mantenía siempre
fresca, pues estaba rodeada de árboles en toda el área del nacimiento, en la
escorrentía y al frente, en donde la
protegía del sol un amate vigoroso.
El nombre de Chorro le venía seguramente porque
normalmente a la corriente del nacimiento se le colocaba una penca de piñal que
hacía que parte del agua cayera en forma de chorro, produciendo a la vez, un
ruido natural y constante como los que se utilizan hoy en día artificialmente para
calmar los nervios.
La distancia entre nuestra casa y el Pozón era de unas
cinco cuadras, de tal manera que si había un poco de silencio, se escuchaban
fácilmente los gritos de los cerdos o de los perros de las casas o alguna
algarabía de los niños que cantaban mientras se bañaban al otro lado.
En el verano, cuando se secaba el otro pozo situado al
lado de la quebrada al que denominábamos el pozito que era el lugar habitual
para obtener el agua, había que ir a traer el agua al Chorro, en cántaros de
barro que pesaban bastante para nuestra edad. El agua acarreada se destinaba
mayormente para los oficios de la cocina. Aquella tarea generalmente la hacíamos los
niños a regañadientes como era natural, pues implicaba algún sacrificio.
El recorrido para llevar el agua no era muy largo, pero
lo sentíamos cansado debido a que había que recorrer dos pequeñas cuestas y dos
bajadas, tanto a la ida con el cántaro vacío como para el regreso con el
cántaro lleno.
Menos mal que el lavado de la ropa lo hacían las mujeres de
la casa, utilizando al agua de aquella pila grande, en unas piedras largas y
alisadas colocadas en una especie de muro que al mismo tiempo servía de
protección y bajo el cual salía el agua que no era utilizada. De allí se
formaba una pequeña corriente que daba un salto hacia unos grandes árboles de
mango hasta desembocar en la quebrada.
El agua, de aquel pequeño manantial era bastante tibia
todo el tiempo, aún en las frías mañanas de diciembre, probablemente por
provenir de las entrañas profundas del cerro. Y aunque mi madre, decía que era
un agua bastante pesada para tomar, a veces había que tomar de tal fuente, pues
el agua más suave para el gusto de mamá se traía de la Pila, situada un poco más
lejos en terrenos de Tío Eulalio.
El baño en el Chorro, lo tomábamos los niños más grandes, cuando no se lavaba ropa y entonces agarrábamos
las guacaladas de agua que nos tirábamos en forma abundante, pues el pozo se
mantenía siempre lleno aún en el verano.
El jabón que utilizábamos normalmente para el baño, era
de color café, hecho en casa de las semillas del aceituno de la zona y tenía un
olor muy agradable.
En el verano, mientras realizábamos la tarea de jalar el
agua en los cántaros, nos encontrábamos con mis hermanas o mi madre en plena
labor de lavar la ropa en aquel sitio. Y algunas veces a mujeres familiares que
vivían relativamente cerca y que también acudían a surtirse del vital líquido.
Cuando eso ocurría, el pozo se convertía sin pretenderlo, en el lugar de
encuentro para que las mujeres se contaran los chambres familiares de un lado y
otro, trasladando las noticias y sus pequeños chismes como era natural.
En la pre adolescencia como era natural nos daba algo de
pena encontrar en aquella fuente a algunas de nuestras primas, a quienes
saludábamos rápidamente; y apenas las mirábamos de reojo al llenar nuestros
cántaros; aunque tal vez por dentro hubiéramos querido decirles algún cumplido
o entablar una pequeña plática.
El Chorro fue parte importante de nuestra infancia, niñez
y pre adolescencia. Y su encanto terminó cuando siendo estudiante de
bachillerato, convencí a mi padre que había que llevar el agua por tubería hasta
nuestra casa. Puedo decir, que yo dirigí y ayudé a financiar de alguna forma aquella
obra y me sentí feliz cuando el agua salió del chorro en el patio de la casa,
quedando para la historia nuestra fatiga para acarrear el agua en cántaros.
Sin embargo, años más tarde al pasar por aquella fuente
aparentemente seca, reviví con nostalgia recuerdos muy bonitos de otros
tiempos.
UN HASTA LUEGO A MI AMIGO CATOCHO
Don Catarino Hernández era un campesino sencillo, que fue
trabajador de finca desde muy pequeño en la Zona de Santa Ana.
Lo conocí por necesidad. Resulta que en la familia
habíamos tenido problemas con quien nos cuidaba un lote en el que habíamos
construido una pequeña cabaña y les pregunté a personas de la zona, si conocían
a alguien que me pudieran recomendar para aquel trabajo.
Una persona amiga, me dijo que conocía a Don Catochito
que vivía solo durante la semana laboral y que a lo mejor aceptaba mi trabajo.
Cuando lo conocí en julio de 2010, él tenía setenta y
ocho años, pero aún tenía buena movilidad y energía como para asear la cabaña, sembrar
plantas, limpiarlas, abonarlas y regarlas. Era un hombre de estatura pequeña,
tez blanca y con una personalidad tranquila y amistosa.
Él aceptó irse a vivir en nuestro lote, con su esposa
Toyita (Victoria) que le sobrevive. Ella era una persona un año mayor que él,
de tez muy blanca y con un aire natural de distinción y de mando en medio de su
pobreza.
Con el tiempo, me fui dando cuenta que tener a un
matrimonio de personas de la tercera edad había sido una decisión muy buena
para evitarnos problemas con posibles desórdenes o irresponsabilidades, como
suele suceder a veces con personas más jóvenes.
Don Catocho fue siempre una persona muy responsable, leal
y respetuosa como la gente de antes. Siempre hablaba con él para darle
instrucciones del trabajo a realizar en la quincena siguiente; aunque por su
grado de sordera, también le tenía que explicar a su esposa Toyita lo que había
que hacer; y ella se lo repetía en alta voz, una vez que yo me había retirado.
Entrar en contacto con personas mayores y con costumbres
un poco diferentes a las nuestras era algo peculiar, pero en general agradable.
Sin embargo, más de alguna vez, aquella pareja nos hizo
pasar momentos especiales. Como aquella vez a eso de las nueve de la noche, cuando
con mi esposa descansábamos muy tranquilos en el traspatio, a la luz de las
estrellas, oyendo el canto de los pájaros nocturnos. De repente, nos percatamos
que un bulto se acercaba a nosotros. Cuando encendí la lámpara, aquella silueta
ya estaba a unos seis metros de distancia, mientras se nos ponía la piel de
gallina. Era Don Catocho envuelto con
una cobija para mitigar el frío, que al mismo tiempo alzó la voz para
decirnos: -“Buenas noches, es que me olvidé de darle un recado a Don Ramiro…”
En otra ocasión durante el día, aquel anciano me llamó sigilosamente
para mostrarme entre los árboles de la zona verde vecina, a unos diez metros de
distancia, un gato de monte que llegaba a tomar agua, en una pequeña pila de
madera que él había construido para que tomaran agua los pájaros.
Otra vez, mientras platicaba con Toyita, una pequeña
culebra de unos setenta centímetros de largo, se aproximó a nosotros, pero
pronto se detuvo. Ella la había visto primero y me dijo, -alcánceme un leño. La
culebra se quedó inmóvil. Mientras ella
la mataba con el garrrote, antes de que entrara a su habitación. -Es que tengo,
vista fuerte, me dijo, y yo paralizo a las culebras si me lo propongo.
En otra ocasión, le llamé la atención a Toyita, porque nuestro
perro guardían, Musso tenía mordidas las
orejas. Mi deducción era que por descuido lo habían dejado salir a la calle y
se había enfrentado a Kapper, un perro
enemigo vecino. La respuesta de Toyita fue muy rápida. Ella me dijo, que ella
misma vio por un agujero de la puerta, cómo Musso se enfrentó a media noche con
un gran perro blanco que entró al traspatio y fue aquel quien lo mordió. Yo
sabía que ella me estaba insinuando al Cadejo. Pero no se lo creí y le advertí
que debían tener más cuidado con el perro.
Con aquella pareja aprendimos a convivir, tolerándoles a
veces olvidos normales de tareas a realizar; y ellos también acostumbrándose a
nuestras exigencias.
Así pasaron tres años. De pronto, Don Catocho comenzó a
sentirse mal y a caer enfermo y hasta ser hospitalizado. Así pasó los últimos
seis meses, sin poder hacer los pequeños trabajos y más bien acostado, hasta que un día me dijo que me pedía “la
baja”, pues le daba pena no poder hacer nada y que se iría a vivir a la casa de
su esposa con los nietos. De aquello hace menos de un año.
Hace una semana, nos dieron la noticia que Catochito
había muerto.
La noticia nos llenó de tristeza, pues aquel pequeño
hombre y su esposa llegaron a ser parte de nuestra familia. Sin embargo, aceptamos
que ya descansa en paz, después de su larga enfermedad y que como él lo creyó: “ha
tenido su encuentro con el Señor”.
Ahora que le recuerdo, le digo con mucho cariño y
respeto: ¡Hasta luego, mi fiel amigo Catocho, que descanse en paz!
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